07 agosto 2008

Veinticuatro mil horas


Un día despertó y vio que era un día inmenso multiplicado por mil. Lo primero en lo que pensó fue en el efecto físico que tendrían sobre ella todas esas horas que le esperaban por delante. Quién sabe si incluso crecería un poco en ese periodo, unos milímetros tal vez. Era un día perfecto para prolongarse en el tiempo.

Salió de su casa con la intención de recorrerlo todo. Visitó casas en la lejanía, casas que no se veían desde su casa, ni desde la ladera de enfrente, ni desde ningún otro sitio. No le extrañó no encontrar a nadie en ellas, pues entendió que todo el mundo estaba fuera aprovechando el día. Recorrió por entero el bosque que le había estado prohibido de pequeña, y dudó si ésa había sido siempre su dimensión real, o si, como parecía más lógico, se debía a ese día medio eterno en el que se estaban dando al tiempo casi todas las estaciones. Tuvo que abrir mucho los ojos para observarlo todo; la hierba que no paraba de brotar, las ardillas sin dejar de aparearse, la nieve que las hacía hibernar de repente, el curso de los riachuelos que surgían de su deshielo inmediatamente después… Llovió infinidad de veces a lo largo del día, tantas como ratos de sol se dieron; y durante la noche, hubo tiempo infinito para la caza y el disfrute de un festín como no se recordaba entre las rapaces nocturnas.

Cerró los ojos un momento para intuir el final de las cosas, y cuando los volvió a abrir, estaba echada en su cama después de haber dormido intensamente toda la noche. Comprendió su sueño y se limitó a sonreír cuando descubrió que, debajo de las sábanas, todavía llevaba puesta su chaqueta roja…